Hay un momento en la infancia en la que el género no goza de más protagonismo que cualquier otra característica, como ser miope o ser ágil. Una puede ser Gandalf o la Bruja buena del sur según le convenga o se sienta capaz. Se puede ser un perro o un coche. El juego tiene eso: nos permite el tratamiento no convencional de ideas y objetos. Y lo hace en un entorno seguro donde es posible borrar para redibujar los géneros, arquetipos, modelos, roles… lo que lo convierte en un maravilloso terreno para sembrar igualdad, equidad y amor, lejos de antagonismos y estereotipos.
Yo me crié con 3 hermanos. En nuestros juegos, la asignación venía más por jerarquía (David, el mayor, se autoasignaba al héroe) que por una cuestión de género. Yo era una más. Mi Barbie pertenecía al grupo valiente de los GeyperMan -además de que el uniforme le iba a medida-. Yo trepaba como ellos, jugaba a fútbol, compartíamos los mismos juegos y juguetes. El privilegio de conseguir algo llorando fue cortado de raíz en un cónclave que aún recuerdo -yo no tendría más de 6 años-. En ningún momento nadie dijo que eso era «de niñas». Simplemente, interfería en nuestros juegos, con lo que de forma natural todos entendimos que, para garantizar la diversión, era preferible el acuerdo y el pacto que el conflicto. En ese tiempo, la identificación no tenía que ver con el género, sino con las cualidades de la figura que queríamos proyectar.
Pero en un momento dado, entra en nuestro universo el género cómo determinante. Algo nos dice que hay juegos de chicos y juegos de chicas. Y aún más intenso: actitudes de chicos y actitudes de chicas. ¿Cómo que yo ya no puedo ser Gandalf? ¿Cómo que tengo que escoger una figura femenina? ¿Por qué? ¿Quién lo dice? En ese momento, algo se rompe en nosotros. Tuve la suerte de no vivirlo en primera persona, pero me consta que esto, desgraciadamente, pasa. Tal vez por eso, a mí me gusta pensar que el juego nos ayuda a reconstruir ese puente hacia la persona que fuimos y que, en esencia, aún somos.